Hay artistas que nacen con un don.
Y hay otros que nacen con una condena y deciden convertirla en estilo. Christy Brown pertenece a esa segunda especie: los que pelean con su cuerpo hasta domesticarlo, los que escriben con los restos de sà mismos.
Nació en DublÃn, en 1932, con parálisis cerebral. La medicina lo dio por perdido. Su madre no.
Un dÃa, mientras todos asumÃan que serÃa un mueble más de la casa, el niño levantó un pedazo de tiza con el único miembro que podÃa mover: su pie izquierdo. Y escribió una letra. Una sola letra, pero suficiente para anunciar que el alma no necesita permiso del cuerpo para existir.
De esa tiza nació una guerra santa.
Christy Brown no iba a quedarse callado. Aprendió a escribir, a pintar, a hablar con los músculos rebeldes de su pie. No hay metáfora que lo contenga: fue literalmente un artista con un solo pie, un hombre que pateó la compasión y la lástima con la misma extremidad que usó para escribir su nombre.
Mientras el mundo lo veÃa como un milagro médico, él se convirtió en algo más incómodo: un artista.
Y nada resulta más insoportable que un discapacitado que no se resigna a ser ejemplo de superación, sino que además escribe poesÃa. Porque Christy Brown no pedÃa empatÃa: pedÃa respeto. Y eso, ya se sabe, molesta más que la tragedia.
Su obra más famosa, Mi pie izquierdo, es autobiográfica, sÃ, pero también es una declaración de guerra al destino. La escribió a golpes de pie, con la letra temblorosa de quien desafÃa no solo a la enfermedad sino al lenguaje mismo. Cada palabra es un latigazo contra la piedad ajena. En esas páginas, DublÃn no es postal ni paisaje: es un barrio gris donde los niños juegan al fútbol con los sueños, y donde un chico paralizado aprende a escribir con furia porque no puede gritar.
El resultado es brutal y tierno, como una plegaria escrita con sangre seca.
Más tarde pintó, escribió novelas, poemas, retratos torcidos, desbordados, casi violentos.
Su pintura no busca belleza, sino redención: brochazos que parecen convulsiones, figuras que tiemblan entre el gesto y la herida. Cada trazo suyo es una respiración forzada, una súplica de vida. Y sin embargo, hay humor. Un humor irlandés, agrio, irónico, de esos que te rÃen en la cara antes de escupirte el dolor. Christy Brown podÃa reÃrse de sà mismo, y eso lo volvÃa doblemente peligroso: ya no era un mártir, sino un hombre.
El problema es que los hombres reales no caben en los mitos. Y Brown, con el tiempo, se cansó de ser ejemplo. BebÃa, amaba, se enojaba, escribÃa, volvÃa a beber. Como todos los artistas malditos, su peor enemigo no era su cuerpo, sino el mundo que querÃa convertirlo en sÃmbolo. Él no querÃa ser sÃmbolo. QuerÃa ser libre. Y la libertad, en un cuerpo que no obedece, es una forma de blasfemia.
Su vida amorosa fue un campo minado. Entre la devoción de su madre y el deseo de ser hombre, de ser amante, de ser cualquiera menos “el pobrecito Christy”, fue construyendo su ruina con la misma intensidad con que pintaba.
Su última pareja, Mary Carr, fue tan polémica como destructiva. Algunos dicen que lo maltrató; otros, que simplemente lo trató como a un ser humano, sin el manto de cristal con que todos lo cubrÃan.
Murió en 1981, asfixiado en su silla, vÃctima de sus pulmones, su cuerpo y su tiempo.
Pero la historia, claro, lo redujo a lo de siempre: al milagro, al “héroe del pie izquierdo”.
Y sin embargo, basta leerlo —de verdad leerlo— para descubrir algo más que un ejemplo de superación.
En sus páginas late un poeta maldito, un irlandés furioso, un hombre con un alma que no se dejó domesticar ni por la enfermedad ni por la ternura. Sus textos tienen la rudeza de Joyce y la ironÃa de Beckett, pero también una dulzura que ninguno de ellos se habrÃa permitido.
Christy Brown escribÃa desde la carne rota, desde la desesperación, pero sin el dramatismo que se espera. Era, en el fondo, un artista profundamente irónico:
un hombre que usó su discapacidad como herramienta estética, no como excusa.
Hay algo ferozmente bello en su historia. El pie izquierdo, ese sÃmbolo tan repetido, es apenas la punta visible del iceberg. Lo importante no es con qué escribió, sino que escribió. Y lo hizo contra toda lógica, contra el cuerpo, contra el destino, contra la compasión de los otros. Eso lo emparenta con todos los malditos de la historia del arte: con Van Gogh, con Artaud, con Frida Kahlo. Todos ellos convirtieron el dolor en una forma de estilo. Brown lo llevó al extremo: hizo del lÃmite un lenguaje.
Su pintura no colgó en grandes museos, su poesÃa no entró en los manuales, pero su historia siguió dando vueltas porque incomoda.
Incomoda más que la lástima.
Incomoda porque no tiene moraleja. No hay “superación personal” en sus libros: hay sudor, rabia, deseo y humor negro.
Si algo enseñó Christy Brown, sin querer enseñarlo, es que la dignidad del arte no está en vencer las limitaciones, sino en transformarlas en belleza.
El cine —siempre tan amigo del sentimentalismo— hizo su parte.
Daniel Day-Lewis lo interpretó en 1989 y ganó un Óscar por retorcer el cuerpo hasta parecer dolor.
Pero el verdadero Christy no era dolor: era desafÃo. Era la risa seca de quien, al terminar de escribir una frase con el pie, se encendÃa un cigarrillo y murmuraba algo como:
“¿Ves? No hacÃa falta tanta compasión.”
Christy Brown fue el poeta que escribió con el músculo que el mundo le dejó libre. El pintor que convirtió su cuerpo en pincel. El hombre que le dio una patada literaria al destino. Y como todo maldito artista, pagó el precio de su libertad: ser recordado por lo que venció, no por lo que creó.
Pero en el fondo, eso también le habrÃa hecho gracia.
Porque si algo entendió mejor que nadie fue esto:
el arte no es moverse con elegancia, sino quedarse quieto y seguir latiendo.
Y en esa inmovilidad furiosa, Christy Brown sigue escribiendo, desde su pie izquierdo, la más hermosa bofetada al destino.
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