Hay artistas que pintan con óleos, otros con palabras, y algunos —los más peligrosos— pintan con su cuerpo, su identidad, su vida entera. Claude Cahun (1894–1954) fue uno de esos: un ser inclasificable, camaleónico, profético. Fue fotógrafa, escritora, performer, activista surrealista y, por encima de todo, un enigma andante. Nació como Lucy Schwob, pero eligió reescribirse a sí misma como Claude, un nombre ambiguo, un gesto de desafío a las normas binarias que pretendían dictarle el ser.
En una época donde la identidad era jaula, Cahun fue un espejismo indomable. Su arte —principalmente autorretratos fotográficos— es un desfile de máscaras, géneros disueltos, presencias espectrales que miran de frente al espectador y lo interrogan: ¿y tú, quién eres?
Hija de una familia acomodada y culta en Francia, Claude se sumergió pronto en los círculos intelectuales parisinos. Su literatura inicial, marcada por un simbolismo oscuro y provocador, fue apenas un preludio de lo que vendría. En los años veinte, conoció al movimiento surrealista, pero como toda figura realmente radical, nunca se dejó domesticar por sus corrientes ni sus dogmas. Mientras André Breton pontificaba sobre la libertad del subconsciente, Cahun practicaba una libertad aún más escandalosa: la del cuerpo como espacio de revolución y herejía.
Sus colaboraciones con su compañera de vida, Suzanne Malherbe —conocida como Marcel Moore—, dieron lugar a una obra conjunta en la que es difícil separar autoría de complicidad. Ambas mujeres crearon imágenes que parecen salidas de un sueño lúcido: rostros duplicados, cuerpos andróginos, disfraces, ambigüedades sin resolver. Su fotografía más famosa, donde Cahun aparece con la cabeza afeitada, mirada penetrante y camiseta que dice “I am in training, don’t kiss me”, es hoy un ícono queer y proto-feminista.
Pero Cahun no fue solo una artista del espejo: también fue una combatiente. Durante la Segunda Guerra Mundial, se exilió con Moore en la isla de Jersey, pero, anteriormente, en plena ocupación nazi, protagonizaron una resistencia insólita: escribían panfletos y mensajes subversivos que dejaban entre las ropas de los soldados alemanes. Usaban seudónimos como “El Soldado sin Nombre” y ponían en circulación ideas anarquistas, pacifistas y surrealistas. Fueron arrestadas, condenadas a muerte… pero sobrevivieron. El arte como sabotaje. La poesía como bomba de relojería.
Durante décadas, Claude Cahun fue ignorada, omitida de los libros de historia del arte. No encajaba en ninguna categoría cómoda. No era “suficientemente mujer”, ni “suficientemente surrealista”, ni “suficientemente fotoperiodista”. Pero fue, precisamente, eso lo que la hizo indispensable. En las últimas décadas, su obra ha sido redescubierta por teóricos de género, artistas contemporáneos y movimientos LGBTQ+ que ven en ella a una pionera. Su figura aparece en los ensayos de Susan Sontag, Judith Butler, Rosalind Krauss. Su trabajo ha sido expuesto en el MoMA, la Tate Modern, y hasta en desfiles de moda donde lo andrógino se convierte en tendencia, aunque Cahun lo encarnó con décadas de antelación y sin pedir permiso.
Claude Cahun no quería ser entendida. Quería ser libre. En sus propias palabras:
"Sous ce masque, un autre masque. Je ne finirai jamais de soulever tous ces visages."
(Debajo de esta máscara, otra máscara. Nunca terminaré de levantar todos estos rostros.)
Esa frase condensa no solo su arte, sino su teología personal del yo: una identidad en fuga constante, una revolución íntima. En tiempos donde el algoritmo exige etiquetas y definiciones rápidas, la figura de Cahun vuelve como una bofetada elegante, una risa entre dientes frente al deseo de clasificar.
Quizás por eso, verla hoy no es solo un acto estético, sino un gesto político. Su mirada desde la foto nos alcanza como un testigo incómodo. No nos dice qué ser. Nos recuerda que siempre podemos dejar de ser lo que esperan.
Claude Cahun fue —y sigue siendo— una santa bastarda del espejo, una hereje del género, una militante de la ambigüedad. Su arte no fue una mercancía: fue un conjuro. Y como todo buen conjuro, todavía resuena en los cuerpos insurrectos que no aceptan una sola cara, una sola vida, una sola historia.
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